lunes, 23 de agosto de 2010

Dueñas del bolero

Graciela, Estelita, Gisela, Esperanza y Nancy

Federico Pacanins

Jueves, 10 de abril de 2003


A través de sesenta años ellas han castigado al corazón. Son el inicio y el asiento de una tradición vital que no demorará en encontrar continuadoras.


Graciela Naranjo

Una linda muchacha de Maiquetía, lindísima, recién salida de la infancia, busca ubicación en el aparato más encantador de los años treinta: la radio. Llega así a la estación central de la capital, Broadcasting Caracas, pide hablar con el responsable, Édgar Anzola, y le propone aquello que quiere y debe hacer: cantar en público —afinado, bonito— para que todo el mundo sepa que esa música de moda, bolero, no es cosa exclusiva de cubanas, mexicanas o puertorriqueñas; que el nuevo género, por su inflexión y estructura, está completamente abierto a todo cantante romántico de habla hispana; que Rita Montaner, Elvira Ríos —hasta Toña La Negra—, tienen competencia firme, por derecho propio, en una muchacha venezolana con afinque en el estilo desde el primer día «…escucha mi franqueza que tal vez, juzgues descaro...».
El hombre de radio escucha con atención y de puro oído le da el chance de bautizo. Pero la confirmación no es cosa fácil; un aprendizaje que no da tregua marca a todo aquel que se enrumba por el camino del radio; no caben excepciones, ni siquiera para la más bonita de las niñas.

Comienza así Graciela Naranjo cantando al mediodía, en la tarde, en la noche; para animar programas, propagandas comerciales, fiestas, espectáculos, negocios; conjuntos pequeños, orquestas de estudio y de baile… Luis Alfonzo Larrain, Billo, Evencio Castellanos, Ángel Sauce, Eduardo Serrano, Chucho Sanoja y Rafael Minaya, entre los directores; Teófilo León, Alirio Díaz, Lorenzo Rubalcaba y Aldemaro Romero, entre los instrumentistas… El recorrido inicial le viene marcado por el ritmo mismo del desarrollo del género; es el tiempo cuando Agustín Lara, Rafael Hernández o Pedro Flores están en plena actividad compositiva, cuando Pedro Vargas, Wilfredo Fernández, o el doctor Alfonzo Ortiz Tirado son todavía estrellas juveniles.

Son los años en que el bolero sustituye la serenata para convertirse en la forma del canto romántico bailable —la serenata nunca fue bailable—, siempre posible para todo aquel hispanoamericano con alma de trovador; porque allí donde el tango necesita del lunfardo, la canción mexicana del charro, el joropo del llanero o la guaracha del cubano, allí mismo el bolero está libre de inflexiones nacionalistas que necesariamente lo refieran a Cuba, México, Puerto Rico y, ¿por qué no?, a Venezuela… Y al ubicar a Venezuela en estilo y tiempo, inmediatamente aparece Graciela como nuestra primera estrella; antes de Rafa Galindo, Alfredo Sadel o Felipe Pirela, al frente de sus contemporáneos nacionales —Lorenzo Herrera, Tito Coral, Marco Tulio Maristany, Jesús Paiva, entre los varones; Elisa Soteldo, María Teresa Acosta, Flor Díaz, Gladys Hernández, Josefina Rodríguez o Marucha Henríquez, «La Perla Negra»—; a la misma altura de sus más connotados competidores internacionales: «Aunque muchos intérpretes me hacen el honor de interpretar mis canciones, para mí los más completos son: en el sexo feo Pedro Vargas y Chucho Martínez Gil, y en el sexo femenino Toña La Negra, Ana María Fernández, Elvira Ríos y Graciela Naranjo. Esta última, venezolana, me satisface de manera incomparable», la opinión del propio Agustín Lara, publicada por la revista Bohemia en 1938, estaba más que compartida en nuestro país, donde el alto calibre de su interpretación también cautiva a extraños y propios «humo en los ojos, niebla de ausencia, que con la magia de tu presencia se disipó».

Su puesto de número uno en Venezuela nunca tuvo discusión en aquella época de oro aunque, desafortunadamente, tiempo y geografía no estuvieran en favor del estrellato a gran escala; el cine y la grabación fonográfica eran medios todavía en etapa de descubrimiento entre nosotros y la televisión, sencillamente no existía. De esta forma el mejor momento artístico de Graciela queda confinado a los límites mismos de su ciudad y su época: nada de grabaciones profesionales por parte de conocidas disqueras —a lo sumo una que otra intervención en películas del patio—; nada de contratos, ni siquiera acuerdos a futuro con los buscadores de talento internacional; luego, una entrada en televisión en plan de fundadora; algo después el retiro parcial para abrir espacio, dar paso al relevo, aceptar el efecto del tiempo en las cantantes…

Pero ese mismo tiempo, que siempre retira y releva para dar entrada a nuevas figuras en mejores medios de difusión, algunas pocas veces también decanta; hasta preserva: Graciela tomó buena cuenta del paso de los años y se cuidó al punto de mantener hoy día firmes sus cualidades básicas: esa afinación perfecta en una contralto natural con la gracia y el señorío que debe tener nuestra primera estilista pura en el género; cuestión de ser la más exclusiva representante de aquella primera generación todavía opuesta a bajar la guardia. Mil años de salud a la Señora Bolero.

Estelita del Llano

La muchacha es de Ciudad Bolívar se llama Berenice Perrone Huggins; canta desde niñita y nunca le tuvo miedo ni a las tarimas ni a las orquestas; tampoco a las competencias o a los micrófonos. Con sólo seis años cantaba «Abrojos» para el tío más pichirre del mundo, castigándole el corazón de tal forma que hasta el bolsillo se le aflojaba: un fuerte por cada «No llores más, que mi llanto te entristece». El canto en la casa, en la escuela o las fiestas familiares, tiene la natural resonancia de esas pequeñas cosas de importancia que en los pueblos forman rumores y rumores. Y así, de boca en boca, chisme y muchacha llegan a Caracas para buscar ubicación en el escenario natural de todo quien quisiera dedicarse al canto popular a principios del cincuenta; otra vez el radio. Un concurso en la Radio Cultura de entonces la catapulta públicamente; también le da denominación artística; por consulta popular —encuesta abierta de radioescuchas—, se le bautiza Estelita Del Llano, aunque el nombre nada tenga que ver con Berenice y la música llanera esté completamente ausente de su repertorio.

A mediados de los cincuenta Estelita entiende que a pesar de lo «Del Llano», el asunto está en cantar sin distintivos: música criolla —la primera cantante de Chelique Sarabia—, rock and roll —los Zeppi—; música internacional, sones y rumbas, propagandas comerciales… ¿Boleros? En realidad el bolero no le viene de forma consciente, al menos no como un género que busque desarrollar adrede; la historia es más o menos así: Se busca muchacha competente que cante un bolero para una escena de la película venezolana Twist y crimen. Se quiere que la bonita figura acompañe al buen canto y que, además, el género le cuadre tanto como para convencer a los cinéfilos de la presencia de una bolerista capaz de despachar al más exigente de los clientes de un bar… Johnny Quiroz ha conseguido ponerle letra y ritmo a una canción brasileña; Estelita por su parte acepta el reto. El bolero es «Tú sabes que te quiero, y sabes que te adoro», el resto encaja en la historia del artista que consigue su forma de expresión donde menos lo espera.

¿Cómo iba a creer Berenice que no sería ni una versión femenina de Mario Suárez, ni una reina del rock and roll criollo —tampoco la nueva encarnación de María Antonieta Pons—, sino una bolerista afincada en los confines de Carmen Delia Dipiní, María Luisa Landín y de la reina madre, Olga Guillot? El caso es que Berenice por fin cree en la Estelita de Twist y crimen y ya más nunca da vuelta atrás; con la tutoría experta de un buen maestro de canto, Eduardo Lanz, afina el perfil de la vedette tropical propio de sus antecesoras directas, para que sea bolero y bolero en épocas donde el estrellato está mucho más cerca de la balada tipo Mirtha, Mirla, Mayra o Mirna, o de los temas criollistas de las hermanas Chacín; ni pensar entonces en Estelita entre esas cinco o seis grandes que de seguro no avizoraban la rocola como pilar fundamental de su arte…

Pero el tiempo ese de balada también …gira, gira y gira…, da vueltas en favor del bolero y, una vez más, pone las cosas en su lugar: Los años ochenta consagran al bolero como música clásica tropical; con la consagración le vuelve el turno a Estelita, íntegra en condiciones vocales, en estilo —el canto teatral donde el suspiro, el lamento o la queja son parte activa de la expresión—, también en lealtad hacia viejos o nuevos súbditos que la activa como nunca: graba discos compactos; se presenta en radio, T.V., locales nocturnos o fiestas; influye y consigue respeto de todo aquel que la escucha.

Con más de cuarenta años como profesional, nunca falta quien todavía se sorprenda de la potencia expresiva de su canto o del arrollador impacto de su presencia física. Como las divas de los cuarenta o de los cincuenta, Estelita sigue adelante para ser acaso la última representante del arte de la escenificación bolerística; tal vez su quintaesencia.

Gisela Guedez

El rock y la salsa marcaron la música de nuestra juventud de los sesenta y los setenta; de resto, tan sólo algún espacio para las baladas populares, las canciones-mensaje de algún Joan Manuel Serrat o de la Nueva Trova Cubana. Más que sepultadas lucían todas las formas afrocaribeñas propias de las dos o tres décadas anteriores. Los cantantes de estreno, por supuesto, iban en favor de la corriente de moda; un bolerista nuevo tan sólo encajaba en las huestes salseras —Wladimir Lozano con la Dimensión Latina, por decir—, y la persona de la cantante romántica-tropical, tipo Graciela Naranjo o Estelita Del Llano, estaba condenada al plano del refrito nostálgico totalmente fuera de moda. Aún así, la apuesta de Gisela Guedez fue clara desde un principio: todo al bolero clásico de la generación anterior; todo a Lara, Grever, Domínguez y compañía, así tuviera que cargar con la cruz del anacronismo desde el mismísimo comienzo, así sus posibilidades de estrellato estuvieran más que lejos.

Lealtad debe ser el término clave en la carrera de Gisela Guédez; constancia con el género, con quienes artísticamente la rodean y, en consecuencia, consigo misma; serle fiel a lo que por fin lleva dentro y, a partir de ello, cantar —¿habrá algún bolero llamado «Lealtad»? Este sentido de fidelidad es tan fuerte que posiblemente la lleva a rechazar propuestas que significaban ajustes a la moda, también obliga a postergar contratos con puesto seguro en grandes disqueras o en los clásicos maratones televisivos: en lugar de RCTV o Venevisión es «Las Cien Sillas», «La Perousse» o «Juan Sebastián Bar»; en vez de Nueva York, son tres años en Chile y ocho en Perú; a cambio del Festival de la OTI está el festival del bolero en La Habana… El camino escogido por la artista, su camino, la lleva al espacio nocturno del night club —caraqueño, limeño o santiagueño— con el oyente bohemio, melancólico o despechado, como su público natural y, también, como natural testigo de una paradoja: Ésa, la joven cantante de Lara, Hernández, Domínguez y compañía, tiene tal vez la voz más privilegiada que cantante popular alguna pueda tener: tesitura, afinación, expresión, rítmica, potencia en la emisión… no hay aspecto en que la calificación sea menor a excelente; lo más cercano a una voz de cualidades líricas, pero con franca raigambre en el bolero, especialmente si trata aquellas canciones de líneas melódicas sofisticadas, tan propias de los años cuarenta o cincuenta «…Esperando tan sola en silencio, que vuelvas conmigo…».

Si alguna vez el calificativo exquisito alcanza el arte del canto tropical en Venezuela, Gisela Guédez debería ser su más natural portadora; como diría algún buen bolero… «esa es su gracia también su condena…».

Esperanza Márquez

Llegó el día de repotenciar la canción romántica íntima. Se trata de Caracas, 1977, cuando Rafael Salazar intenta rescatar el teatro Alcázar como lugar de música popular selecta; para ello hay una figura joven, distinguida, que proyecta conciencia de tradición y buen gusto al momento de ofrecer repertorio. Aparece así Esperanza Márquez de la mano del profesor Salazar y de su propio esposo—Roberto Todd, músico acompañante—, con todo el discurso musical apostado a la belleza de la canción tropical mediante un verdadero censor artístico en la oreja y, por supuesto, en la voz.

La propuesta de Esperanza desde un inicio está dedicada a ciertos recitales, públicos o privados, casi siempre orquestados de una forma íntima más acorde con el auditorio teatral que con el público de bares o restaurantes. Es asunto de dar primer plano a la canción escogida y sólo a través de ella resaltar a la cantante; jamás el afán de estrellato, de culto a la personalidad; mucho de poner la música por delante para que ella construya al artista. Por ello, la ausencia de lentejuelas o espectacularidades teatrales en favor de una figura tranquila, amiga, cercana al canto sencillo en su mejor expresión; también por ello la proyección elitesca, moderada, absolutamente acorde con una artista sin ruidos, dedicada a la búsqueda del buen gusto a través de la belleza del repertorio. Una «pica pasito» en el mejor sentido del dicho.

El bolero de Esperanza está marcado por el sabor a canción serenatera —la línea melódica que vence al ritmo «Señor, yo vengo a pedirte ¡Que no me castigues!,
por haber querido así»—, por una inflexión que de alguna manera restablece un secreto vínculo con la búsqueda de belleza siempre cultivada por la artista. Sea entonces ese el camino que la lleva a centrar boleros dentro de un repertorio de serenatas, danzas, baladas, valses o tangos, marcados por el sello de para quien el buen gusto lo es casi todo.

Nancy Toro

A comienzos de los años ochenta una muchacha caraqueña muy bonita —otra vez lindísima—, se atrevió a cantar en los restaurantes de su ciudad bajo una fórmula para entonces desconocida: cosa de acompañar con música clásica caribeña las tardes y noches de todos aquellos apegados al viejo arte de las canciones románticas, sin tener que solicitar el silencio del recital o asumir la pose de vedette de cabaret. Da Graziella y El Parque fueron los comedores centrales para una idea que poco a poco fue digiriendo un público creyente en los viernes ejecutivos vespertinos. Y la idea cuajó a tal punto que se transformó en el trampolín no sólo de su artista original, Nancy Toro, sino de toda una generación de cantantes con el mismo foco: Dalila Colombo, Hedy Baena, Floria Márquez, Toña Granados, Corina Peña, Antonieta, Brenda Figallo; las actrices Alicia Plaza, Elba Escobar… hasta el hada madrina del grupo, la mismísima Estelita de toda la vida.

Ciertamente la experiencia del canto incesante en día viernes trajo a Nancy el oficio de las clásicas boleristas de antaño; esas que a fuerza de presentaciones desarrollaban interpretación, estilo propio, frente a un público con ganas de rumba romántica afectiva: «Usted no puede ser mi amante, ni de broma; a usted no hay nadie quien lo aguante; punto y coma», o aquello de «Soy ese vicio de tu piel, que ya no puedes desprender, soy lo prohibido» sustituyeron con creces la «Perfidia» o el «Frenesí» de décadas anteriores. La reputación, buena, fue tanta entre los ejecutivos que hasta se encausaron algunos de la televisión nacional; de allí el salto de artista de los viernes a la popularidad de las telenovelas «Viviré para ti, al renacer; en el rostro del sol, cada mañana», canción de Julio César Mármol, se convierte en el tema de La Dueña y Nancy Toro llega a ser, por un punto, tan popular como Nancy Ramos.

Todo apuntaba a nuestra Nancy impulsada en cadena imparable de éxitos; a que figura y talento terminaran de encuadrar en lo que supuestamente se esperaba de ella: una toma de conciencia de la moda, del significado de ser «estrella», etcétera… Pero, afortunadamente para el público con el viernes en el alma, vuelve a vencer el cuento de las costosas fidelidades artísticas —esas mismas que le dan denominador común con Graciela, Estelita, Gisela o Esperanza—, y Nancy termina comprendiendo que «en la vida hay amores que nunca deben olvidarse», que su público ejecutivo está dispuesto a continuar dándole el puesto de dueña en el arte de acompañarlos, así ya no existan Da Graziella ni El Parque…

Hace más de sesenta años de los primeros correteos de Graciela por la Broadcasting Caracas, convenciendo a propios y extraños de su calibre como máxima exponente del bolero romántico; casi cincuenta del bautizo artístico de una Estelita portadora de la intensidad escénica propia de las mejores vedettes del género; Gisela siente también atrás el tiempo de giras o exilios voluntarios, ahora en favor de su asentamiento caraqueño mediante el exquisito adiestramiento de su voz; por su parte Esperanza continúa recogiendo los frutos de su buen gusto al escoger, y Nancy, pues Nancy tiene en su voz el testigo de continuar toda una tradición que ella misma ha ayudado a construir…

Bien se puede anotar el provechoso camino de cinco carreras que dan firme asiento a quienes todavía hoy apuestan su futuro al canto del bolero. También cabe fantasear libremente, bolerizar en el mejor sentido, y así llegar a creer en la eterna vitalidad de nuestros ancestros a través de los nuevos advenimientos —Mary Olga Rodríguez, por decir—; tal vez tener fe en la mucha potencia premonitoria de aquello pregonado mil veces por el Felipe Pirela, que tan acertadamente decía el mismísimo tango convertido en bolero «La historia vuelve a repetirse mi muñequita dulce y…»




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